Perdí la esperanza que me mantenía alerta a cualquier cosa que suceda a mi alrededor. Estuve todo este tiempo oculta en un callejón sin salida. Perdida. Daba vueltas en un mismo lugar y no podía salir de esa oscuridad que se impregnaba en mi cuerpo día a día. Perdí todos mis sentidos, los fui apagando cada uno a su debido momento. Perdí el camino que supuse que me llevaría de nuevo a ese lugar que mi alma anhelaba. Me equivoqué. Duele tanto admitir una derrota. La sangre por dentro hierve, corre como si no hubiera un mañana. Equivocarse es de tontos, débiles, cobardes. El error parece algo catastrófico, así nos enseñaron desde chicos. Cargamos con esas palabras que pesan dentro nuestro. Cuando atravesamos el error, aparecen esos dardos en todas las direcciones posibles. Y estamos ahí, en el centro, esquivándolos, para que no nos vuelvan a lastimar.

Tomamos decisiones a cada momento y con ellas vamos creando ese camino hacia algún lugar. Acostumbrado a que todo eso suceda de forma positiva, cuando el resultado no es el esperado, paraliza. Porque entramos en un bucle desconocido. Nos enredamos en nuestros propios pensamientos, nos excusamos, nos maltratamos y sufrimos por eso.

Algo se muere dentro mío, no encuentro palabras que describan esa sensación. Pero algo dentro mío se esta muriendo poco a poco. ¿Sera la ilusión de ese amor que trasciende el tiempo?, ¿La seguridad que me sostuvo en todo este tiempo? ¿Las ganas que no supieron encontrar su lugar y se desvanecen?

Hay algo que está muriendo en mí, que ya no hay nada mas que hacer, mas que dejarlo que se transforme. Porque toda muerte transforma. Tal vez sea momento de armarse de coraje y enfrentar al mundo que tanto miedo me da.

Se siente todo tan extraño, que por momentos no reconozco quien verdaderamente soy. Paralizada, tendida de un hilo invisible, espero lo peor y asusta.